Cuando el desierto vuelva a florecer
A propósito de la Resolución del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas sobre el Sahara
Durante medio siglo, el Sáhara Occidental ha sido una herida abierta en el mapa del tiempo: una extensión de arena que no callaba, pues de hecho las armas sonaban de manera extemporánea y las armas cuando se disparan no lanzan capullos de rosas, sino que aguardaba. Aguardaba que alguien entendiera que la solución de lo problemas no puede depender del calendario diplomático. Este 31 de octubre de 2025, las Naciones Unidas han dado cuerda por fin al reloj. El Consejo de Seguridad, tras años de parálisis y promesas vacías, ha aprobado una resolución que toma como base de negociación la Propuesta de Autonomía presentada por Marruecos en 2007, y prorroga el mandato de la MINURSO hasta 2026.
No es un simple trámite. Es un giro histórico que convierte a Marruecos en protagonista principal de la solución y a la comunidad internacional en espectadora con deber de vigilancia. Por primera vez, la ONU reconoce que “una autonomía genuina bajo soberanía marroquí podría constituir la solución más viable”. Esa frase —seca, diplomática, pero puede que cargada de futuro— cierra medio siglo de inmovilidad. Y abre otro tiempo donde el ejercicio de la responsabilidad puede marcar la senda de la finalización de un contencioso que hace tiempo perdió su sentido.
Porque si hay algo que este conflicto ha enseñado, es que el tiempo no cura lo que la política abandona. Naciones Unidas tardó medio siglo en admitir que su vieja fórmula —referéndum o silencio— había fracasado hacia tiempo. Cincuenta años en los que los campamentos de Tinduf crecieron como ciudades del olvido, y generaciones enteras aprendieron a pronunciar “autodeterminación” antes que “futuro”. La ONU, que nació para prevenir conflictos, permitió que éste se enquistara, refugiada en un léxico cada vez más vacío: “misión”, “renovación”, “negociación sin condiciones previas”.
Ahora, al respaldar el plan de Marruecos, asume implícitamente su error y delega en Rabat la tarea que ella no supo conducir.
Esa tarea no es menor. Marruecos tiene ahora el deber histórico y moral de liderar la solución, no solo de administrarla. Debe hacerlo con rapidez, generosidad y transparencia. La victoria diplomática que hoy celebra solo tendrá sentido si se convierte en una victoria de todos: de los saharauis que esperan participar en su destino, de los refugiados que sueñan con regresar, de los vecinos que no son capaces de ver que la estabilidad y el desarrollo compartido es más provecho que cruzar tiros en una frontera e hipotecar el presupuesto, tan necesario, en la compra de armamento.
El rey Mohammed VI lo expresó en su discurso: “Marruecos no busca vencer, sino convencer; no quiere imponer, sino construir con todos una paz duradera.” Él sabe que las palabras, sin hechos, se disipan como polvo del desierto. Los vientos del chergui, que soplan desde el este, pueden volver a enterrar los avances si el país no logra transformar esta resolución que propicia una integración democratica en una política real a corto plazo.
La región, hoy, es, sin duda, un laboratorio de la esperanza. En Dajla, en El Aaiún, en Bojador, Marruecos ha invertido miles de millones de dirhams en infraestructuras, puertos, zonas industriales y parques eólicos… Según el Banco Africano de Desarrollo, la región sahariana representa ya más del 10 % de las exportaciones nacionales, gracias sobre todo al fosfato y la pesca. Pero los números no bastan: la prosperidad debe ser compartida. No habrá estabilidad si los frutos del desarrollo no llegan a quienes han esperado medio siglo tras las alambradas de Tinduf. La autonomía que promete la ONU no puede ser un decorado administrativo: ha de tener voz política, justicia social y urnas abiertas. A tenor de las palabras del Rey de Marruecos no hay duda que su firme voluntad es esa.
El Frente Polisario tiene aquí una elección que definirá su futuro: persistir en la retórica del rechazo o reinventarse como actor político. Si quiere representar a los saharauis, deberá hacerlo en las urnas —en los procesos electorales y en el plebiscito que refrende el estatuto de autonomía— y compartido con otros agentes políticos que han aflorado en este tiempo como el Movimiento Saharaui por la Paz (MSP) y otros que puedan surgir. La democracia no debe darle miedo a nadie: es el único territorio donde las ideas se legitiman y las causas se humanizan. Nadie podrá ya sostener su autoridad en el exilio si se niega a someterla al voto.
Argelia, ausente en la votación, es el otro nombre de la espera. La resolución la sitúa ante una encrucijada: seguir prisionera del orgullo o asumir la cooperación como destino. El rey de Marruecos le tendió una mano sin rencor: “La estabilidad de Argelia es la de Marruecos; el Magreb no puede construirse con muros.” Es una advertencia de que el futuro no camina por cualquier sendero y una invitación a la vez de construir uno, un futuro, compartido. Argel debería escucharla. Un Magreb en guerra fría solo sirve a los intereses de quienes viven lejos de él y cuya solución les importa un bledo.
España, mientras tanto, sigue atrapada entre la historia y la prudencia. Fue potencia administradora y hoy es simple observadora que debería asumir un mayor protagonismo en un proyecto regional compartido. El gobierno y la oposición harían bien en entender que el Sáhara no puede ser materia del mediocre rentismo electoral. No todo vale. España tiene el deber de acompañar este proceso con altura de Estado, de apoyar la autonomía, de ofrecer su colaboración desde la garantía de alcanzar el éxito, no desde la conveniencia. Y recordar que quien abandona dos veces un territorio pierde algo más que influencia: pierde memoria.
La Unión Europea, pragmática y contradictoria, saluda la resolución porque estabiliza un flanco que teme inestable. Pero Europa no puede limitarse a contabilizar contratos de pesca o fosfatos. Debe implicarse en garantizar que la autonomía sea efectiva en poco tiempo, efectiva y democrática; que los derechos humanos no queden sepultados bajo la arena de los acuerdos comerciales.
Si Bruselas quiere ser brújula, no puede actuar como espectadora satisfecha, una vez más, delo que hacen otros y tender algo más que la mano.
La resolución de la ONU llega, pues, con el sabor agrio de lo tardío y el aroma tenue de lo posible en un instante de sentimiento de necesidad que debe aprovecharse. Habla de “autonomía genuina”, “solución mutuamente aceptable” y “compromiso con la libre determinación”. Es un texto que parece redactado por la esperanza, pero firmado por la cautela. Aun así, es un comienzo. El primero en mucho tiempo.
Y a Marruecos, más que a nadie, le corresponde hacer que ese comienzo no se disuelva en otro medio siglo de arena. Le toca demostrar que sabe ganar sin humillar, liderar sin imponer, convencer sin forzar. El liderazgo del futuro será el de quien haga florecer el desierto, no el de quien lo conquiste.
De algún modo, esta resolución abre una posibilidad más humana: que la victoria no tenga que producir vencidos. Que Marruecos encuentre en la inclusión su fortaleza, que el Polisario halle en la democracia su dignidad, que Argelia descubra en la cooperación su vocación, que España cumpla al fin con su memoria y que la ONU aprenda a no llegar siempre tan tarde.
Ahora toca a cada parte entender su papel y cumplirlo sin dilaciones.
Porque la historia no espera: cuando el viento cambia, quienes se aferran a la arena se hunden con ella. Como escribió Zweig, “la tragedia del destino no está en el golpe que nos da, sino en no saber leer la advertencia que lo precede”.
El Sáhara Occidental, hoy, ha recibido una ráfaga luminosa: o construimos juntos una autonomía viva, justa, democrática, o seguiremos caminando sobre espejismos. Y el mundo, como tantas veces, mirará hacia otro lado.



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