La ortodoxia implacable del Polisario: cuando la discrepancia vale más que la sangre
En el Consejo de la Internacional Socialista celebrado en Malta coincidieron dos delegaciones saharauis: la del Frente Polisario y la del Movimiento Saharauis por la Paz (MSP)
Más allá de los debates y los enfoques defendidos por ambas partes, emerge una reflexión —amarga, incómoda, pero inevitable— sobre ciertas conductas profundamente arraigadas en la cultura política del Polisario.
Muchos de quienes hoy se envuelven en un aura de pureza revolucionaria fueron ayer amigos íntimos, compañeros de lucha o confidentes de juventud. Algunos incluso comparten la misma sangre. Pero todo ese tejido humano, construido durante décadas, se derrumba sin contemplaciones en cuanto aparece una discrepancia, un matiz distinto o, peor aún, la decisión de abandonar la ideología que antaño les unió.
La humanidad evoluciona. Las personas cambian, maduran, revisan sus creencias. Es lo normal. Pero en el universo mental del Polisario, ese gesto elemental de crecimiento personal se convierte en una afrenta imperdonable. Allí, la evolución es un delito moral. Existen líneas rojas que nadie puede cruzar, dogmas que funcionan como muros, y quien se atreve a traspasarlos entra automáticamente en la zona maldita de su ética militante.
Lo paradójico —y aquí asoma el inevitable cinismo— es que para muchos resulta más tolerable cambiar de religión que de opinión política. Abrazar otra fe puede interpretarse como extravío; abandonar la ideología oficial, en cambio, es una traición ontológica. Deja de existir el amigo, el primo, el compañero de infancia: solo queda el “desviado”, el “enemigo”, el “vendido”. En su moral de hierro, dejar de pensar como ellos es un pecado mayor que renegar de Dios.
Esta disciplina férrea, celebrada internamente como virtud revolucionaria, se desliza sin pudor hacia el sectarismo más extremo. Y conviene decirlo sin rodeos: hay prácticas dentro del Polisario que ni los movimientos totalitarios más rígidos se permitirían. Incluso en ciertos experimentos de corte fascista —sin que ello suponga elogio alguno— las relaciones humanas sobreviven a las discrepancias.
En el Polisario, en cambio, la diferencia no solo distancia: destruye, devora y contamina cualquier vínculo, por más íntimo que sea.

Delegación del MSP en la reunión de la Internacional Socialista en Malta encabezada por Hach Ahmed, primer secretario.
Y la incoherencia llega al absurdo: la misma delegación se permite saludar, conversar y compartir con la delegación marroquí —supuestamente enemiga histórica—, pero devolver un “buenos días” por simple cortesía a los excompañeros entra en el terreno de la peor herejía.
Todo ello revela una verdad incómoda: el Polisario ha construido una ética donde la ideología está por encima de la familia, de la amistad y, en última instancia, de la propia humanidad. Una ética que convierte la lealtad política en una obligación vitalicia y la disidencia en un crimen moral que exige castigo y ostracismo. Una ética que confunde cohesión con vigilancia, y principios con obediencia ciega.
Al final, todo indica que el Polisario no teme a las ideas contrarias: teme, sobre todo, a las personas capaces de pensar por sí mismas. Ese miedo, maquillado de disciplina, revela la fragilidad de un proyecto que se presenta como liberador mientras reproduce —y en ocasiones incluso supera— los reflejos más sectarios de los peores autoritarismos.
Ese es, en definitiva, el drama humano que se esconde tras la retórica de la “unidad”. En el Polisario, el precio de ser uno mismo es demasiado alto: exige renunciar a los vínculos que nos definieron y a cualquier posibilidad de disentir sin pagar un precio social devastador. Cuando una organización coloca su ideología por encima de las personas, lo que queda deja de ser un movimiento de liberación: es una maquinaria que acaba devorando a su propia gente.
Todo debería ser más sencillo y más humano que cualquier dogma. Las personas desaparecerán, y también las ideologías que hoy parecen inconmovibles. Lo único que quedará en el recuerdo es la huella íntima de lo que cada uno fue: si, más allá de los avatares de la política y de la vida, mereció o no la condición de persona digna.
Hach Ahmed. Primer secretario del Movimiento Saharaui por la Paz MSP


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